| 26 NOV, 2024 |
La respuesta es NO.
En más de una ocasión han trascendido en los medios casos de padres creativos (o frikis) que han tenido que batallar con el Registro Civil para poder ponerles a sus hijos el nombre deseado, siendo alguno de los más sonados el de “Lobo” o el de “Goku”.
Si bien la interpretación y el criterio propio del funcionario del registro es susceptible de inclinar enormemente la balanza hacia la inscripción o no de las futuras “Daenerys”, nuestra legislación establece los criterios básicos que tenemos que atender para decidir el nombre de nuestros hijos sin miedo al rechazo.
Es el artículo 54 de la Ley del Registro Civil de 1957 (modificado en 1999), el que pretende proteger a los recién nacidos de la imaginación o inconsciencia de sus propios padres, estableciendo las siguientes PROHIBICIONES:
Para evitar crear confusión o que el DNI tenga que imprimirse en formato A3, la Ley impide que alguien pueda tener dos o más nombres compuestos, como podrían ser “Ana-María Luisa-Fernanda” o “José-Eugenio Antonio-Miguel”.
En la misma línea se impide que haya tres o más nombres simples, de modo que no podrán acumularse a voluntad, creando series como “Isabel Victoria María” o “Ángel Rodrigo Javier”.
En definitiva, olvidémonos de los nombres que tradicionalmente asociamos con la realeza limitando los nombres de nuestros hijos a dos palabras, ya sean dos simples o uno compuesto por dos. En caso contrario, el funcionario en cuestión nos pondrá en la situación de “La decisión de Sophie” y tendremos que elegir cuales de los nombres propuestos caen de la versión definitiva y con cuantos tíos o abuelos quedamos mal por no verse representados en el carnet de identidad del niño.
Probablemente esta sea la prohibición que más disparidad de criterios puede evocar y en que más influirá el criterio subjetivo del funcionario del registro o los jueces y magistrados que conozcan del recurso.
El indeterminado concepto de perjuicio puede llevar a casos conflictivos como era el del pequeño “Goku”, pero resultan meridianamente claros como podría ser cualquier nombre consistente en un insulto o palabrota u otros con connotaciones negativas como podría ser “Satanás”. Para las zonas grises como pueden ser los nombres de animales o cosas habrá de estarse a la casuística y a su conexión o no con otros nombres tradicionalmente aceptados.
Dentro de esta categoría habrían de incluirse asimismo los nombres que, sin conformar una de esas expresiones, pueden dar lugar a ellas en combinación con el apellido, tales como los clásicos del humor “Johnny Melavo” o “Benito Camela”.
A pesar de que nadie se librará de un humillante apodo o un infantilizante diminutivo a lo largo de su vida, la Ley del Registro Civil nos salva de portar ese estigma de manera oficial desde el nacimiento, siempre y cuando no pueda considerarse que ya se encuentra suficientemente integrado en la sociedad, como sería el caso de “Pepe”.
De este modo se consigue que las alusiones a “Juanete”, a “Mari-Pili” o al “Kichi” lo sean por propia voluntad o por la excepcional mala idea de un pariente, pero no se sistematicen y sean grabados a fuego en nuestro pasaporte.
El nombre no deja de ser un instrumento para identificar a las personas, una herramienta para poder dirigirnos a los demás, distinguir y ser distinguidos con una palabra.
Esto puede ocurrir, por ejemplo, cuando ese nombre no parezca un nombre, como en el caso en que se utilice lo que tradicionalmente constituye un apellido: imaginemos una persona llamada “García (nombre) González (apellido)”; cada vez que se identificase, su interlocutor pensaría que está diciendo sus apellidos y podría entrar en un absurdo bucle.
Por regla general, el registro civil no permitirá la inscripción de nombres femeninos cuando se trate de un niño, ni de nombres masculinos para una niña, de modo que no podremos llamar Vanesa a nuestro hijo ni Manolo a nuestra hija.
Cabe mencionar que ha habido ya excepciones a esta norma, como pueden ser Trinidad o Cruz, tradicionalmente femeninos pero aplicables a hombres.
Es de sentido común, dado que serían absolutamente indistinguibles por compartir además todos sus apellidos, no obstante lo cual el legislador consideró necesario regularlo expresamente, lo cual solo se explica por el hecho de que haya habido gente que lo haya hecho en el pasado.
Como mera curiosidad, cabe apuntar que existe una excepción a esta regla: que el hermano mayor en cuestión hubiera fallecido a fecha de inscripción del nombre del pequeño, pues en tal caso no habría lugar a confusión.
Si bien para la mayor parte de los mortales estos supuestos no son más que carne de relleno de informativos veraniegos, la creciente globalización y el vaivén constante de las modas puede suponer que el nombre de nuestros hijos, sobrinos o nietos penda de un hilo o de la buena voluntad y del criterio de un desconocido.
Como ocurre casi siempre, llegado ese caso, sería conveniente consultar a un abogado, no obstante lo cual nada se pierde por empezar intentando ser pillo y tratar de llevar a cabo el trámite con otro funcionario distinto que quizá sea más flexible.
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